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“Transformador, para bien y para mal”: cuál es el legado de Alberto Fujimori en Perú

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AA las 11.45 de la mañana del jueves, seis portadores de guantes blancos llevaron el ataúd que contenía el cuerpo del político peruano más divisivo, querido y vilipendiado de las últimas cuatro décadas. Pasaron junto a los dolientes, las cámaras y las lanzas con banderas del regimiento de caballería Húsares de Junín, y lo depositaron en el salón del brutalista Ministerio de Cultura de Lima.

Detrás del ataúd, cogidos de la mano y vestidos de negro bajo un cielo primaveral pálido pero cálido, iban la hija mayor y el hijo menor de su ocupante. Una multitud de ministros, aliados políticos y altos mandos militares los esperaban en las puertas dobles del ministerio.

Y así comenzaron tres días de duelo nacional en honor a Alberto Fujimori, el advenedizo político que sirvió como presidente de Perú entre 1990 y 2000 y que, nueve años después, fue condenado a cumplir una sentencia de 25 años por autorizar secuestros y asesinatos durante la “guerra contra el terrorismo” de su gobierno.

El hecho de que Fujimori, quien murió de cáncer el miércoles a los 86 años, haya recibido el tipo de despedida no vista desde el funeral en 2020 del ex secretario basic de la ONU peruano Javier Pérez de Cuéllar puede haber enfurecido a muchos en el país sudamericano, pero no fue una sorpresa.

Keiko Fujimori, su hermano Kenji y otros familiares siguen el ataúd de su padre, el ex presidente Alberto Fujimori, a un museo para su velorio en Lima, Perú, el 12 de septiembre. Fotografía: Guadalupe Pardo/AP

Después de todo, la vida y el legado de Fujimori –quien fue indultado y liberado de prisión hace apenas 10 meses– es quizás el tema más amargo y disputado en el Perú contemporáneo.

Para muchos, siempre será el autócrata cínico cuya corrupción, ansia de poder y desprecio por los derechos humanos envenenaron a la nación. Para otros, siempre será el político marginal que surgió de la nada pero de algún modo logró derrotar a los flagelos gemelos del terrorismo y la hiperinflación.

Los de este último grupo se hicieron evidentes en las calles afuera del Ministerio de Cultura el jueves, donde hicieron cola, vitorearon y lloraron mientras recordaban al hombre conocido cariñosamente como “El Chino”, mientras se amontonaban coronas de flores enviadas por la élite empresarial del país.

“Está recibiendo los honores que se merece porque fue el mejor presidente de la historia del Perú”, dijo Milagros Parra, de 54 años, quien llegó con compañeros desde el barrio de San Juan de Lurigancho, en las afueras de Lima.

“Heredó un país lleno de sangre y con una hiperinflación masiva. Tenemos que agradecerle”.

Su amiga Bonifacia Moreno, de 79 años, también estaba de luto. “Nuestra economía es gracias a él; nuestra paz es gracias a él”, dijo. “¿Quién nos defenderá ahora?”.

Fujimori, hijo de inmigrantes japoneses, period el candidato casi desconocido que compitió contra el novelista peruano –y futuro premio Nobel– Mario Vargas Llosa en las elecciones de 1990, que se celebraron después de casi una década de terrorismo maoísta de Sendero Luminoso y años de agitación económica.

Con Vargas Llosa percibido como otro candidato de la élite blanca centrada en Lima del país, Fujimori, un ingeniero agrónomo y matemático formado en Francia y Estados Unidos, capitalizó su atractivo para los peruanos comunes montando un tractor y prometiendo “honestidad, tecnología, trabajo”.

La propuesta funcionó y Fujimori ganó. Sus drásticas reformas de mercado y la desregulación de la economía peruana atrajeron a la élite empresarial, mientras que los programas para construir escuelas, carreteras y puentes en comunidades pobres y abandonadas le granjearon votos y un apoyo permanente.

Como resultado, dijo José Alejandro Godoy, autor de dos libros sobre Fujimori, “tanto los sectores ricos como los pobres siguen siendo las principales bases de apoyo para él y el movimiento político que fundó”.

Pero, enfrentado desde el principio a una disaster económica y terrorista, Fujimori gobernó con una mano cada vez más autoritaria, en connivencia con su jefe de espías, Vladimiro Montesinos, un abogado corrupto y ex militar que le ofreció el management del poder judicial y de las fuerzas armadas.

Envalentonado por un amplio apoyo público, Fujimori se embarcó en la “guerra contra el terrorismo” que finalmente aplastó a la insurgencia de Sendero Luminoso y luego al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, más pequeño, que fue noticia cuando tomó Rehenes durante una fiesta en la residencia del embajador japonés en diciembre de 1996. La captura en 1992 del líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, resultó un gran golpe –el muy temido cerebro terrorista fue exhibido en una jaula con uniforme de presidiario–, como lo fue también la operación que puso fin al asedio a la residencia del embajador japonés en abril de 1997.

Partidarios del fallecido ex presidente peruano Alberto Fujimori hacen fila para asistir a su velorio en Lima, Perú. Fotografía: Paolo Aguilar/EPA

Desesperados por poner fin al derramamiento de sangre (la comisión de la verdad y la reconciliación del país establecería más tarde que 69.280 personas fueron asesinadas entre 1980 y 2000, el 54% de ellas por Sendero Luminoso), muchos peruanos apoyaron la táctica de Fujimori de “por cualquier medio necesario”.

A principios de la década de 1990, Fujimori se refugió en la sede del servicio de inteligencia, desde donde dirigió una guerra sucia utilizando un escuadrón de la muerte, el Grupo Colina, para llevar a cabo masacres por las que finalmente fue condenado y encarcelado durante 25 años en 2009 en un juicio histórico contra un ex jefe de Estado.

Estos crímenes, que incluyeron el asesinato de un niño de ocho años y una serie de otras violaciones de los derechos humanos, hicieron que un gran sector de la opinión pública se volviera contra Fujimori, como lo hicieron las crecientes revelaciones de corrupción.

Pero tardó un tiempo. Incluso cuando disolvió el Congreso en 1992, se alió con los militares y cooptó las instituciones para reescribir la Constitución, lo que le permitió presentarse a la reelección, todavía contaba con un amplio apoyo.

Con un management absoluto del poder, destripó y corrompió las instituciones públicas y, a través de Montesinos, controló una parte significativa de la prensa que destrozaba a sus oponentes a través de tabloides conocidos como el prensa chicha.

“Perfeccionó el uso de ‘noticias falsas’ para controlar y subyugar a la población”, dijo Jo-Marie Burt, profesora de ciencias políticas en la Universidad George Mason e investigadora principal de la Oficina de Washington para América Latina.

Las cosas finalmente comenzaron a desmoronarse hacia el remaining de su segundo mandato, cuando empezó a presionar para un tercer mandato utilizando gran parte del aparato de un estado cooptado. Las protestas contra su régimen crecieron hasta convertirse en algo cotidiano en Lima y, después de una elección en 2000 que estuvo plagada de acusaciones de fraude electoral -y de la aparición de movies que mostraban a Montesinos sobornando a los legisladores con fajos de dinero- los peruanos se cansaron del gobierno de Fujimori y de su corrupción.

Poco después, en un viaje oficial a Asia, Fujimori huyó a Japón, el país de origen de sus padres, y renunció a la presidencia por fax. Pero el Congreso peruano rechazó su renuncia y, en cambio, lo despojó de la presidencia, argumentando que no period “moralmente apto” para ser jefe de Estado.

Con Fujimori en desgracia y, últimamente, en prisión, quedó en manos de su hija, Keiko, que había sido su primera dama desde 1994 cuando sus padres se separaron, la tarea de defender y perpetuar el legado de su padre. Hoy, Keiko, que ha quedado en segundo lugar en las últimas tres elecciones presidenciales, sigue siendo la abanderada de la fuerza política conocida, en honor a su padre, como fujimorismo – un movimiento ferozmente divisivo que ha distorsionado la política peruana desde que llegó al poder.

Fujimori puede estar muerto, pero los expertos dicen que su sombra sigue presente y seguirá presente por un tiempo más. Cientos de miles de mujeres y hombres, muchos de ellos pobres e indígenas, siguen buscando justicia tras haber sido esterilizados a la fuerza durante su presidencia.

Para Godoy, el fallecido presidente “degradó la política peruana a extremos pocas veces vistos en la historia nacional” y puede ser considerado el padre del “autoritarismo competitivo” que se ve hoy en El Salvador bajo Nayib Bukele.

Simpatizantes de Fujimori sostienen su retrato el 12 de septiembre. Fotografía: Paolo Aguilar/EPA

El autor Michael Reid describe a Fujimori como “un presidente transformador para bien y para mal”. Aunque muchos, como period de esperar, asocian al difunto presidente con violaciones de los derechos humanos y el envenenamiento de la democracia, Reid señala que “la mayoría de los peruanos más pobres recuerdan a Fujimori como alguien que salvó al país y alguien que mejoró sus vidas y la economía” durante un tiempo de disaster.

Pero, agregó, Fujimori “introdujo la corrupción como un instrumento de gobierno y creo que eso fue inmensamente dañino… Por sobre todo, su legado, lamentablemente, ha sido el de dividir a los peruanos porque gobernó como autócrata entre 1992 y 2000”.

Mientras Perú se prepara para el período de duelo y los muchos recuerdos que despertará, algunos han señalado que, en un capricho del destino, Fujimori murió exactamente tres años después de que su némesis terrorista Guzmán muriera en un hospital militar, también a la edad de 86 años.

Algunos incluso se han atrevido a imaginar que la coincidencia podría anunciar un futuro mejor para un país que necesita desesperadamente romper con su pasado reciente.

“Y así Alberto Fujimori muere el mismo día que Abimael Guzmán”, escribió el escritor peruano Santiago Roncagliolo escribió en X“Esperemos que esto sea un presagio de una period sin terroristas ni dictadores. Ojalá el universo nos diga que el Perú puede ser una democracia”.

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